Capítulo II
Inmerso en la soledad a las que el Señor me había destinado, con más vivencias en mi camino de lo que podía imaginar, notando que la rueda de la fortuna había desparecido, acepté con resignación la hora de adentrarme en la verdadera iniciación. El momento de traspasar ese luminoso y desconocido umbral del Conocimiento que nos separa de la transitoria ilusión. Dejar atrás el placer de lo mundano, las pasiones carnales, la locura de un amor,…
Los primeros rayos de ese amanecer iluminaron la entrada de la cueva que sería mi refugio.
Las comodidades que me ofrecía la ciudad representaban poca cosa frente a la Madre Naturaleza que comenzaba a acunarme. La Paz de sus armoniosas vibraciones me inundaba. El viento acariciaba mi rostro mientras el concierto de la selva embelesaba mis oídos. Comenzaba a ver lo que tanto temía que me atrapara. Por fin respirar, inundar mis pulmones de vida y fragancias incomparables.
Era más fácil dominar mis instintos, deseos y pasiones en ese ámbito. Me inducía a cultivar pensamientos positivos, constructivos, eficientes que depuraban mi mente.
Pero también debía purificar mi cuerpo, para convertirlo en un instrumento obediente a los dictados de mi espíritu.
“En un cuerpo grueso enflaquece el alma”, dijo Pitágoras.
Por lo tanto un régimen vegetariano inicial y el ayuno posterior serían convenientes para mi preparación física.
Encontré bulbos, raíces, granos, frutos, yemas, hojas y algunas verduras al alcance de la mano, para realizar una gran variedad de ensaladas que combinaba con cereales y algunos productos que había llevado.
El lugar me brindaba los tónicos auténticos para vitalizar y entonar mi organismo: sol, agua, tierra y aire puro.
Disfrutando una infusión de té y hierbas, contemplé el atardecer. El dorado elixir reflejaba un abanico rojo que se fundía con el cielo. El manto de la noche me cubrió.
La caverna quedó en tinieblas, casi tan oscura como la ignorancia.
La iluminé con una fogata. Los leños crepitaban despidiendo diferentes aromas. Las llamas devoraban los troncos sobre los que se levantaban pasionales lenguas de fuego.
En su cálido abrigo me entregué a los brazos de Morfeo.
Al despuntar el sol, los coros de los pájaros y demás animales silvestres me hicieron despertar plácidamente.
Entreabrí mis ojos para observar el amanecer.
El sentimiento de soledad de la noche era diferente al del día. El desamparo daba paso a una tranquila alegría contemplativa que se iría expandiendo conforme pasaran los días.
Los bocinazos, motores y oleadas de ruidosas multitudes eran reemplazadas por el mecerse de los árboles, el trinar de las aves, la brisa del viento y el arrullo del río.
Comprendí que era uno más en ese sistema natural del cual me había alejado tanto. Comencé a conocer la sabiduría del Plan Divino al que pertenecía, olvidado por tantas generaciones.